Me follé a la madre de mi novia

Soy de México, tengo 29 años, y esta es mi historia…

Nunca pensé que una tarde aburrida en casa de mi novia se convertiría en la experiencia sexual más intensa, sucia y morbosa que he vivido.
Ella no estaba. Me había dicho que saldría al centro con su hermana por unas compras, y que regresaría en un par de horas.
Yo fui a esperarla como de costumbre. Su casa me era familiar, ya conocía todo. O eso pensaba.

Me recibió su mamá.
Una mujer de unos 45, piel morena clara, cuerpo curvilíneo, cabello castaño oscuro y unos ojos que siempre me parecieron demasiado intensos. Siempre vestía recatada… aunque de vez en cuando, alguna blusa se le desabotonaba más de lo normal cuando estaba conmigo.

Ese día estaba distinta.
Tenía puesto un short corto, de esos de tela suavecita que se pegan a las caderas. Y una camiseta sin mangas que dejaba ver claramente que no llevaba brasier. Me ofreció una soda y me dijo que mi novia se había tardado, pero que podía esperarla ahí sin problema.

Nos sentamos en la sala. La tele encendida, pero sin prestarle atención. Ella cruzó las piernas frente a mí, sin dejar de mirarme a los ojos cada tanto. El ambiente estaba cargado, silencioso, pesado. Yo notaba cómo mis ojos se iban directo a sus muslos, y ella no hacía nada por evitarlo. Al contrario.

—¿Tú y mi hija ya cogen, verdad? —me soltó, como si nada.
Me congelé.

—¿Cómo? —pregunté, intentando disimular.

—No te hagas. Los oigo a veces cuando se quedan a dormir aquí. Y bueno… tú no pareces flojito.

Me reí nervioso, sin saber qué responder. Ella se inclinó hacia mí. Sus pezones marcaban la camiseta descaradamente.

—Solo quiero saber si la estás complaciendo como se debe.
—Pues… yo diría que sí —respondí, ya con la polla empezando a despertar.
—¿Y tú? ¿Estás satisfecho con ella?

Silencio.
Me miró con una sonrisa pícara, como si supiera que no del todo.

—Las chiquillas no siempre saben mover las caderas como una mujer de verdad —dijo, levantándose del sillón—. ¿Quieres algo más que soda? ¿Un tequila, quizás?

No respondí. Me limité a seguirla con la mirada mientras se dirigía a la cocina.
Sus nalgas se movían con un ritmo hipnótico. Su short se le metía entre las nalgas como si fuera una tanga. Era imposible no imaginarme follándola ahí mismo, doblada sobre la encimera.

Volvió con dos caballitos de tequila. Se sentó más cerca, lo suficiente para que su muslo rozara el mío.

—Brindemos… por el secreto mejor guardado de esta casa —dijo, mirándome directo.

Chocamos los vasos. Bebimos.

—¿Nunca te ha dado curiosidad saber cómo se siente coger con una mujer madura?
—Claro que sí —respondí sin pensar.
—¿Y qué harías si una te lo ofreciera… ahora mismo?

Ahí no hubo más palabras.

La besé.

Con hambre. Con deseo. Con culpa… pero también con una erección brutal. Ella me respondió con una lengua experta, suave y profunda. Me sujetó el cuello y me jaló hacia ella. Su cuerpo ardía.

Metí las manos bajo su camiseta. Sus tetas eran grandes, naturales, calientes. Le apreté una mientras le chupaba el cuello. Ella gemía bajito.

—Hace años que no me tocan así —me susurró.

Me arrodillé frente a ella, levantándole la camiseta. Le chupé los pezones con desesperación. Ella me sujetaba el pelo, me apretaba contra su pecho como si quisiera que me quedara ahí para siempre.

—Baja… quiero ver si sabes usar esa lengua.

Obedecí.

Le bajé el short lentamente. No llevaba nada debajo.
Su coño estaba totalmente depilado, con los labios hinchados, abiertos, brillando de lo mojada que ya estaba.
Le abrí las piernas. Su aroma me golpeó directo al cerebro. Puro sexo. Pura mujer.

Le di un primer lametazo largo, de abajo hacia arriba, lento.
Ella arqueó la espalda y gimió fuerte.

—¡Eso! Así… no pares.

Me enfoqué en su clítoris. Lo succionaba, lo lamía en círculos, lo estimulaba con la punta. Metí dos dedos. Su coño tragaba, apretaba, chorreaba.
No dejaba de gemir, de moverse. Me decía obscenidades al oído mientras me tenía metido entre sus piernas:

—¡Así! ¡Chúpame como si fueras mi puto! ¡Hazme acabar en tu cara, cabrón!

Y lo hizo. Se vino gritando, apretándome con sus piernas, temblando. Me llenó la cara de jugo. Yo no paré hasta que se calmó, hasta que se relajó y me miró con una sonrisa perversa.

—Ahora te toca a ti… pero no aquí. Vamos al cuarto.

Se levantó. Su cuerpo desnudo era un espectáculo.
Tetas firmes, cintura marcada, caderas generosas, culo de diosa.
Me tomó de la mano y me llevó por el pasillo.
La tarde apenas empezaba.

Entramos a su cuarto. Cerró la puerta con seguro. El cuarto olía a perfume y a humedad, como si ya se hubiera mojado solo de imaginar lo que venía.

Se sentó en la cama y me miró de arriba abajo.
—Ven. Acércate.
Me paré frente a ella. Agarró mi verga con una mano, suave, y con la otra empezó a acariciar mis huevos.

—Tienes una polla hermosa, ¿sabías? Grande, venosa… caliente.
Le sonreí.
—Lo importante es cómo la uso.

Ella rió y sin decir más, se inclinó hacia adelante y me la metió en la boca.

No fue como con mi novia. Ella no dudó, no fue lenta ni tímida.
Se la tragó hasta la base, directamente, haciendo que mi glande chocara con su garganta. Tosió suave… y se la volvió a meter.
Yo gemí. No pude evitarlo.
La mamada era de otro mundo.

Movía la lengua en círculos, me la sacaba babeando y la frotaba por su cara.
Se masturbaba mientras me la chupaba, como si chuparla le diera placer real.

—Quiero una foto —dijo de pronto, con la polla apoyada sobre su mejilla—. Quiero que la recuerdes siempre.

Saqué mi teléfono. Ella se puso de rodillas, se apartó el pelo y se llenó la cara de leche preseminal y baba, la verga cruzándole la lengua.
Miró directo a la cámara, sonriendo con mirada puta, y se la volvió a tragar.
Tomé la foto. Una obra de arte prohibida: mi suegra, con mi polla en la boca, de rodillas, los labios hinchados y el rostro manchado de lujuria.

—Esa te la vas a jalar muchas veces —dijo, antes de metérsela de nuevo.

La detuve. No quería correrme tan rápido.
La tiré en la cama de espaldas, le abrí las piernas, y me metí entre ellas.

Su coño era perfecto.
Húmedo, liso, con los labios hinchados. Brillaba de lo mojada que estaba.
Le pasé la polla por la entrada, despacio, y empujé.

Entró de una.
Calor, presión, humedad. Todo.
Ella gimió alto. Me rodeó la espalda con las piernas y empezó a moverse como si me llevara follando toda la vida.

—¡Sí! ¡Así! ¡Métemela toda, cabrón!

La follé con fuerza. Embestidas profundas, con ritmo.
Sus tetas se movían al compás de cada golpe.
La miraba directo a la cara. Ella no cerraba los ojos: me miraba también. Desafiándome.

La levanté y la puse encima. Se montó sola, con hambre.
Rebotaba en mi verga mientras se tocaba el clítoris y gemía como una perra.
Sudaba. Me caía sudor del pecho al vientre.
La agarré de las nalgas.
—¡Así! ¡Rómpeme, verga dura! ¡Eso!

Me la sacó y se sentó de rodillas entre mis piernas. Me la lamió completa, hasta los huevos, sin dejar de masturbarme.

—Te vas a correr en mi cara, ¿verdad?
—Sí.
—Pues hazlo. Llénamela. ¡Ahora!

No pude aguantar más.
Le apunté al rostro y me corrí con fuerza.
Le salpiqué los ojos, las mejillas, la boca.
Ella se la metió de nuevo en la boca mientras me venía, tragó lo que pudo, el resto se lo embarró por toda la cara.
Era una puta poseída.

—Foto —susurró.
Volví a tomar el teléfono. Capturé el momento exacto en que me limpiaba la punta con la lengua, con los labios abiertos y la cara llena de leche.
Una obra de arte sucia, brutal, íntima.

—Guárdala bien, mi amor. Esa es solo la primera.

Se acostó boca abajo, con el culo levantado. Me miró por encima del hombro.

—¿Ya se te bajó?
—No del todo…
—Pues ven. Todavía me falta una cosa.

Me acerqué por detrás y me arrodillé junto a la cama. Le acaricié las nalgas con ambas manos. Eran suaves, redondas, firmes. Separé sus cachetes y ahí estaba: su culo, apretado, pequeño, con el ojito arrugado ligeramente abierto. Ya se lo había hecho antes, sin duda.

—¿Aquí?
—Sí. Quiero que me lo metas ahí —dijo sin rodeos—. Mi marido jamás me cogió por el culo. Pero tú sí lo vas a hacer.

No dijo “quiero”, no dijo “me gustaría”. Lo ordenó, como quien exige un castigo. Y eso me calentó aún más.

Escupí en su ano y empecé a frotarlo con dos dedos. Ella gemía suave, empujaba hacia mí. Le metí la punta del dedo pulgar y se abrió despacito, como si me estuviera dando permiso. Luego el índice. Luego los dos.

—¡Ay, cabrón! Dale, no pares…

Le unté saliva de nuevo. Y sin más, acomodé la punta de mi verga en su culo y empujé.
Entró apenas un poco. Ella gruñó. Su espalda se arqueó.

—¡Dámelo todo! ¡Rómpeme el culo!

Fui lento. El anillo apretaba con fuerza, más que cualquier coño. Poco a poco, milímetro a milímetro, la fui enterrando entera. Ella jadeaba, se mordía la sábana, se tocaba el clítoris con rabia mientras yo le metía toda la polla en el culo.

—¡No pares, no pares! ¡Ahí! ¡Sí! ¡Dámela toda!

Comencé a embestirla. Despacio al principio. Luego más fuerte. El sonido era brutal: mis huevos chocando contra su coño, mi verga entrando y saliendo de su culo mojado de saliva y leche, sus gemidos cada vez más desesperados.

—¡Me vas a matar, cabrón! ¡Tienes la verga perfecta para esto!

La agarré del cuello con una mano, con la otra le apretaba una nalga y la usaba, literalmente.
La follé como una bestia. Sin ternura. Solo sexo sucio, puro, animal.

—Mira cómo te rompo el culo, suegra. Mira cómo te convierto en mi puta.
—¡Sí! ¡Soy tu puta! ¡Soy tu puta! ¡Cógeme siempre que quieras!

Le escupí en la boca cuando giró la cabeza. Me la pidió.

—¡Escúpeme, pendejo! ¡Trátame como la perra que soy!

Le abrí las nalgas al máximo y le metí el dedo pulgar al mismo tiempo que la verga. Gritó. Me pidió que la grabara. Que tuviera otro recuerdo.

Tomé el teléfono. Grabé un video corto: su culo rojo, mi verga entrando y saliendo sin parar, el sonido húmedo, sus gemidos, su voz gritando “¡Más fuerte, más fuerte!”
Guardé el clip. Un tesoro. Una prueba. Nadie me creería jamás si lo contaba.

La saqué de su culo y se la metí en la boca al instante.

—¡Toma! ¡Chúpala sucia! ¡Saborea tu culo!

Y lo hizo. Se la tragó con ansia. Me miraba a los ojos, se tocaba el clítoris y me rogaba que me corriera de nuevo en su cara.

Y me vine. Otra vez. Toda la leche fue directo a su lengua. Ella la mostró antes de tragársela con una sonrisa obscena. Luego lamió mi glande como si fuera caramelo.

Se tumbó en la cama, jadeando, completamente abierta, usada, marcada.
Tetas babeadas, coño rojo, culo dilatado, cara llena de semen. Una imagen que no olvidaré jamás.

—Esto… no se termina aquí —dijo con voz ronca.
—¿No?
—No. Cada vez que vengas, quiero que me folles. Pero nadie debe saberlo.

—Ni tu hija…
—Especialmente ella. ¿Entendido?

Asentí.
Nos miramos unos segundos en silencio. Ella se acercó, me besó los labios con ternura inesperada, y me abrazó.

—No eres solo un buen polvo, cariño. Eres… mi mejor decisión en años.

Esa tarde cambió todo.

Desde entonces, cada vez que voy a su casa, sé que tengo dos mujeres esperando por mi polla. Pero solo una de ellas la conoce tan bien… y guarda en su celular una copia de aquella foto que también tengo yo: la puta de mi suegra, de rodillas, con mi leche en la cara.

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